El tipo

Lo mirábamos azorados. Parecía un sueño que transcurría en la parte equivocada del cerebro. Habíamos accedido a su habitación gracias a una botella de whisky importado que compramos en un supermercado chino. Entramos en silencio y tratando de hacer el menor ruido al caminar. Nos sentamos en unos almohadones que había en el piso pegoteado por alguna bebida derramada.
Callados los dos, estábamos a la espera de algún suceso. Cualquier cosa nos dejaría satisfechos.
Las luces apagadas. Los rayos de sol que se colaban entre las persianas y cortinas cerradas trazaban surcos en el aire y el polvillo en suspensión bailaba la quietud del cuarto en las pinceladas luminosas de su atmósfera.
El tipo estaba sentado en la cama desecha y roñosa. Tenía puestos unos auriculares, pero no parecía estar escuchando algo. Su mirada estaba perdida o fija en algún afortunado punto de la pared a nuestra derecha. Teníamos la sensación de estar en un zoológico, observando el comportamiento de un determinado animal en su hábitat. O en un museo, tratando de conectar con un happening incomprensible.
El silencio era insoportable. Insoportablemente delicioso. Era perder minutos de manera sagrada.
Afuera comenzaba a oscurecer, pero en esa habitación el tiempo parecía haberse detenido. La escena se mantenía inalterada desde tres horas antes. Inesperadamente, el tipo echó su cuerpo hacia atrás y se recostó. Nunca supimos si durmió, pero permaneció así durante algunas horas más. Expectantes, no decíamos una palabra. Incluso tratábamos de mantener una respiración relajada para no aumentar el volumen del sonido de flujo de aire a través de las vías respiratorias.
No sabemos bien cómo, pero al cabo de un rato, nos miramos y con un gesto mutuo entendimos que estábamos agotados, aburridos y que tenía poco sentido permanecer allí. Nos incorporamos en silencio, y como cuando llegamos, tratando de hacer el menor ruido posible.
Salíamos ya del cuarto cuando el tipo dijo, -Che.
Nos dimos vuelta y tenía su mirada clavada en nosotros. Su mano izquierda sostenía un revólver que apuntaba directo a su sien. En ese momento todo se congeló. No sabíamos qué hacer, ni qué decir. Estábamos hipnotizados con su mirada. Esos ojos rojos. Los auriculares todavía sobre las orejas.
El silencio terrible era como agujas que se clavaban simultáneamente en cada uno de los poros de la piel. El tipo lo hizo trizas diciendo con voz estentórea, -No se vayan. No sin lo que vinieron a buscar.
El disparo le sacudió la cabeza y esparció pecas de sangre por todo el cuarto. Nosotros mismos estábamos cubiertos de gotas rojas.
Allí nos quedamos para siempre. Entre silencio y sangre, como en un sueño que transcurre en la parte equivocada del cerebro.

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